Elegia
Marquês de Quintanar
En la sala, en penumbra, donde la desconsolada viuda del poeta me ha recibido, nuestra emoción llena de silencios el diálogo. Es una mujer joven y dulce, que me hace pensar, con su enlutado vestido y la dolorosa resignación de sus ademanes, en la felicidad que la muerte cortó tan bruscamente.
- Querrá usted venir a la biblioteca de Antonio? —me pregunta, pasados los primeros instantes, y descubriendo certeramente mi deseo. La habitación da al jardin, asegurando de este modo su independencia y su silencio. Es una pieza cuadrada, de grandes dimensiones, completamente llena de libros. Algunas fotografías, que me son familiares, adornan también las estanterías.
- Todo se conserva me dice como en el día de mi desgracia. Estas cuartillas son las últimas en que trabajó... Estos guantes los abandonó aquí, al llegar de fuera, para ponerse a escribir... De aquí salió, sintiéndose algo enfermo, ¡para no volver ya nunca!
Yo quisiera poder expresar a esta mujer cuánto le agradezco el que conserve de este modo el recuerdo de mi amigo. Ella, seguramente, quisiera también demostrarme cuánto le impresiona mi actitud ante estas reliquias del ser querido. Callamos.
- He venido le digo al cabo de cierto tiempo - con Manuel Bueno, quien no ha querido, por exceso de deli-
[96]
cadera, perturbar muestra entrevista y se ha quedado en el huerto, pero a quien deseo presentar a usted...
Instantes después, Manuel Bueno se ha dejado ganar también por nuestra misma emoción.
Parece imposible dice - que en una vida tan corta como la de Antonio haya podido sembrar y recoger tanto. La poesía, la historia, el ensayo, la conferencia, la acción... Todo lo ha abarcado con éxito. Y, señora, el amor. ¡Su actitud de usted me hace comprender que nuestro buen amigo no había errado ningún camino!
Salgo un momento, solo, a recorrer el jardín y a dar unos paseos por la solana de la casa. A este mismo sitio salía también el autor de Chuva da tarde y de La Alianza Peninsular, a desentumecer los miembros después de sus largas sesiones de estudio y a descansar la vista, fatigada por la lectura. ¡Con qué placer aspiraría este perfume de la tarde! ¡Qué sensación de descanso experimentaría su frente calenturienta al contacto de la brisa perfumada por los naranjales!
«Escribo dice en el prefacio de Na feria dos Mitos - en una tarde dorada de otoño - tarde translúcida de adviento. Y precisamente, en el azul profundo y acariciador se estampa la noble línea de un acueducto, como resumiendo todo el paisaje que me rodea. En ese acueducto podría decirse que se simboliza mi esfuerzo, el esfuerzo de cuantos padecen emigración en su propia patria; para que mañana, pronto o tarde, el Portugal-Mayor sea posible. Como el acueducto, que arranca, a través del tiempo, en su caminata secular para servir un destino que sólo a los demás aprovechará, así nosotros los de ahora, al nacer, nacemos para reanudar, por cima de nuestras ilusiones y de nuestros sacrificios, los anillos tradicionales, rotos criminalmente en el breve espacio de una sola generación. Y en el delirio devastador, en el que ni la belleza del corazón se salva, nuestro triunfo no es ya pequeño, si consideramos que somos los obreros mandados
[97]
por Dios al trabajo anónimo, pero saludable, de no permitir que muera la conciencia de la raza, la psyche olvidada - ¡pobre Silvaninha del romance! que tirita alli dentro...»
Cuando al correr de los años su profecía de Alianza Peninsular, no expuesta hasta Antonio Sardinha por nadie con el acopio de argumentos y la claridad de visión con que él lo ha hecho, se vea incorporada a la realidad política, el poeta de Elvas, el historiador de la Quinta do Bispo, será una de las primeras figuras de la raza, de una raza que a la cristiana misión de salvar a sus hermanos de la otra banda del mar consagró lo mejor de su esfuerzo, o para decirlo con las propias palabras salidas de su pluma, «de una raza que nació para darse a Dios y a los hombres en un sacrificio ardiente y jubiloso».
Va cayendo la tarde, encendida y tibia, cuando, después de besar conmovidos la mano de la compañera de Antonio Sardinha, salimos al camino que orilla el glacis de la fortaleza. Ante nuestra vista se tiende la llanura ocre que divide la frontera, y allá, al fondo, brillan, a la lumbre de la puesta solar, los cristales de Badajoz.
Madrid, mayo de 1930
- Querrá usted venir a la biblioteca de Antonio? —me pregunta, pasados los primeros instantes, y descubriendo certeramente mi deseo. La habitación da al jardin, asegurando de este modo su independencia y su silencio. Es una pieza cuadrada, de grandes dimensiones, completamente llena de libros. Algunas fotografías, que me son familiares, adornan también las estanterías.
- Todo se conserva me dice como en el día de mi desgracia. Estas cuartillas son las últimas en que trabajó... Estos guantes los abandonó aquí, al llegar de fuera, para ponerse a escribir... De aquí salió, sintiéndose algo enfermo, ¡para no volver ya nunca!
Yo quisiera poder expresar a esta mujer cuánto le agradezco el que conserve de este modo el recuerdo de mi amigo. Ella, seguramente, quisiera también demostrarme cuánto le impresiona mi actitud ante estas reliquias del ser querido. Callamos.
- He venido le digo al cabo de cierto tiempo - con Manuel Bueno, quien no ha querido, por exceso de deli-
[96]
cadera, perturbar muestra entrevista y se ha quedado en el huerto, pero a quien deseo presentar a usted...
Instantes después, Manuel Bueno se ha dejado ganar también por nuestra misma emoción.
Parece imposible dice - que en una vida tan corta como la de Antonio haya podido sembrar y recoger tanto. La poesía, la historia, el ensayo, la conferencia, la acción... Todo lo ha abarcado con éxito. Y, señora, el amor. ¡Su actitud de usted me hace comprender que nuestro buen amigo no había errado ningún camino!
Salgo un momento, solo, a recorrer el jardín y a dar unos paseos por la solana de la casa. A este mismo sitio salía también el autor de Chuva da tarde y de La Alianza Peninsular, a desentumecer los miembros después de sus largas sesiones de estudio y a descansar la vista, fatigada por la lectura. ¡Con qué placer aspiraría este perfume de la tarde! ¡Qué sensación de descanso experimentaría su frente calenturienta al contacto de la brisa perfumada por los naranjales!
«Escribo dice en el prefacio de Na feria dos Mitos - en una tarde dorada de otoño - tarde translúcida de adviento. Y precisamente, en el azul profundo y acariciador se estampa la noble línea de un acueducto, como resumiendo todo el paisaje que me rodea. En ese acueducto podría decirse que se simboliza mi esfuerzo, el esfuerzo de cuantos padecen emigración en su propia patria; para que mañana, pronto o tarde, el Portugal-Mayor sea posible. Como el acueducto, que arranca, a través del tiempo, en su caminata secular para servir un destino que sólo a los demás aprovechará, así nosotros los de ahora, al nacer, nacemos para reanudar, por cima de nuestras ilusiones y de nuestros sacrificios, los anillos tradicionales, rotos criminalmente en el breve espacio de una sola generación. Y en el delirio devastador, en el que ni la belleza del corazón se salva, nuestro triunfo no es ya pequeño, si consideramos que somos los obreros mandados
[97]
por Dios al trabajo anónimo, pero saludable, de no permitir que muera la conciencia de la raza, la psyche olvidada - ¡pobre Silvaninha del romance! que tirita alli dentro...»
Cuando al correr de los años su profecía de Alianza Peninsular, no expuesta hasta Antonio Sardinha por nadie con el acopio de argumentos y la claridad de visión con que él lo ha hecho, se vea incorporada a la realidad política, el poeta de Elvas, el historiador de la Quinta do Bispo, será una de las primeras figuras de la raza, de una raza que a la cristiana misión de salvar a sus hermanos de la otra banda del mar consagró lo mejor de su esfuerzo, o para decirlo con las propias palabras salidas de su pluma, «de una raza que nació para darse a Dios y a los hombres en un sacrificio ardiente y jubiloso».
Va cayendo la tarde, encendida y tibia, cuando, después de besar conmovidos la mano de la compañera de Antonio Sardinha, salimos al camino que orilla el glacis de la fortaleza. Ante nuestra vista se tiende la llanura ocre que divide la frontera, y allá, al fondo, brillan, a la lumbre de la puesta solar, los cristales de Badajoz.
Madrid, mayo de 1930