Acción Española, Tomo I, nº 4, 1 de Fevereiro de 1932, pp. 337-347.
Los Falsos Dogmas
La bondad natural del hombre
LA Humanidad no se presenta al observador que pretende estudiarla como un todo indistinto. En ella se perciben a primera vista diversas agrupaciones, y en cada una de éstas, multitud de individualidades humanas. Para penetrar debidamente su constitución habrá, pues, que estudiarla en las sociedades que contiene y en los individuos agrupados.
La ciencia de la Humanidad deberá contar, en consecuencia, en su origen, primeras verdades de orden social y primeras verdades que afecten a la naturaleza y a la vida del individuo. Unas y otras existen; y en contraposición a ellas existen también falsos dogmas respecto de la sociedad y del individuo. Empezaremos por exponer los últimos.
Son dos: refiérese el primero a la condición de su naturaleza, y el segundo a la de su nacimiento. "Los hombres — dice Juan Jacobo Rousseau (Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres. Nota 9) — son perversos; una triste y continua experiencia dispensa la prueba. Sin embargo, el hombre es naturalmente bueno; creo haberlo demostrado. ¿Qué puede, pues, haberle pervertido sino los cambios ocurridos en su constitución, los progresos que ha realizado y los conocimientos que ha adquirido? Admírese cuanto se quiera la sociedad humana; pero no será menos cierto que lleva necesariamente a los hombres a odiarse entre sí a medida que sus intereses se encuentran, a prestarse en apariencia mutuos servicios y hacerse en realidad todo el daño imaginable. ¿Que se puede esperar de un trato en el cual la razón de cada particular le dicta a éste principios completamente opuestos a aquéllos que la razón pública aconseja al cuerpo de la sociedad, y en el que cada uno encuentra su provecho en la desgracia ajena?". "El hombre—afirma el mismo autor (Contrato social, Capítulo I) — ha nacido libre, y sin embargo, por todas partes se encuentra encadenado. Tal cual se cree el amo de los demás, cuando en verdad no deja de ser tan esclavo como ellos. ¿Cómo se ha verificado este cambio? Lo ignoro."
Afirmase en definitiva en los párrafos transcritos, que el hombre naturalmente está limpio de toda mala inclinación, pues las que en él se descubren no proceden de su naturaleza, sino de aportaciones de la sociedad, y que al nacer, de nadie depende. Su sola enunciación pone de manifiesto la honda gravedad y la siniestra trascendencia de los dos falsos dogmas.
La ciencia de la Humanidad deberá contar, en consecuencia, en su origen, primeras verdades de orden social y primeras verdades que afecten a la naturaleza y a la vida del individuo. Unas y otras existen; y en contraposición a ellas existen también falsos dogmas respecto de la sociedad y del individuo. Empezaremos por exponer los últimos.
Son dos: refiérese el primero a la condición de su naturaleza, y el segundo a la de su nacimiento. "Los hombres — dice Juan Jacobo Rousseau (Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres. Nota 9) — son perversos; una triste y continua experiencia dispensa la prueba. Sin embargo, el hombre es naturalmente bueno; creo haberlo demostrado. ¿Qué puede, pues, haberle pervertido sino los cambios ocurridos en su constitución, los progresos que ha realizado y los conocimientos que ha adquirido? Admírese cuanto se quiera la sociedad humana; pero no será menos cierto que lleva necesariamente a los hombres a odiarse entre sí a medida que sus intereses se encuentran, a prestarse en apariencia mutuos servicios y hacerse en realidad todo el daño imaginable. ¿Que se puede esperar de un trato en el cual la razón de cada particular le dicta a éste principios completamente opuestos a aquéllos que la razón pública aconseja al cuerpo de la sociedad, y en el que cada uno encuentra su provecho en la desgracia ajena?". "El hombre—afirma el mismo autor (Contrato social, Capítulo I) — ha nacido libre, y sin embargo, por todas partes se encuentra encadenado. Tal cual se cree el amo de los demás, cuando en verdad no deja de ser tan esclavo como ellos. ¿Cómo se ha verificado este cambio? Lo ignoro."
Afirmase en definitiva en los párrafos transcritos, que el hombre naturalmente está limpio de toda mala inclinación, pues las que en él se descubren no proceden de su naturaleza, sino de aportaciones de la sociedad, y que al nacer, de nadie depende. Su sola enunciación pone de manifiesto la honda gravedad y la siniestra trascendencia de los dos falsos dogmas.
* * *
Juan Jacobo Rousseau es el filósofo tipo de la Revolución. Nadie como él la ha considerado infalible e irresistible. Lo que como pontífice suyo predicó al mundo es la única verdad; lo que aseveró, indiscutible. El tono doctoral que se percibe en sus escritos ha tenido ecos mas o menos debilitados en los demás augures de la Revolución. Fué siempre característica de los últimos dogmatizar; afirmar con aire que rechaza toda controversia; poner en sus palabras el dejo irónico de quien posee superior categoría y el silbido viperino del desprecio. Imagínase que la Revolución dota a los suyos de una ciencia infusa, con lo que aun sin conocimiento alguno de la materia que se debate, verbalizan sobre ella horros de freno y de temor. Las legítimas críticas que sus doctrinas suscitan deben a su juicio — a ese juicio extravagante y desfundamentado — morir a sus pies; los intentos de refutación de lo afirmado y aun las refutaciones sólidas y macizas, ser tenidos por cosa baladí. Preconizan con los hechos en pro de la doctrina revolucionaria, exactamente la táctica opuesta a la que la Revolución utilizó siempre contra el Derecho. Este— para aquélla — no habrá de fijarse nunca, no encontrarla jamás su eterna inmutabilidad; en otras palabras, no llegaría a poseer la verdad, porque la verdad está condenada a constante evolución. Por eso sus principios eternos — y en todo tiempo aceptados — habían de quedar sometidos en cualquier momento a la justificación argumentativa de sus causas.
La Revolución no; la Revolución realiza el milagro de generar incansable cosas nuevas, en plena inmutabilidad doctrinal. Lo que sus hierofantes afirman, eso es la verdad. Una inspiración bastante menos comprensible que la divina les asiste, evitando que caigan en el error; más aún, haciéndoles concebir, primero, y pronunciar después, lo que con anterioridad desconocían por completo. Hay un misticismo revolucionario que provocaría carcajadas si no estuviese destinado a arrancar lágrimas.
Así se explica que Rousseau siente sus falsos dogmas acerca de la condición de la humana naturaleza y de la del nacimiento del hombre sin el menor empacho de justificación. Todos los antecedentes que establece para sacar la consecuencia de la bondad natural del hombre e, son mas aún que una novela, un delirio imaginativo. "¿Por qué sólo el hombre — se pregunta — es susceptible de convertirse en imbécil?. ¿No es porque vuelve así o su estado primitivo y porque en tanto la bestia, que nada ha adquirido y que nada tiene que perder, permanece siempre con su instinto, el hombre, perdiendo por la vejez o por otros accidentes todo lo que su perfectibilidad le ha proporcionado cae más bajo que el animal mismo? Triste sería para nosotros vemos obligados a reconocer que esta facultad distintiva y casi ilimitada, es la fuente de todas las desdichas del hombre; que ella es quien le saca a fuerza de tiempo de su condición original, en la cual pasaba tranquilos e inocentes sus días; que ella, produciendo con los siglos sus luces y sus errores, sus vicios y virtudes, le hace al cabo tirano de sí mesmo y de la naturaleza." (Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres.)
Y a continuación de ese tejido de incongruencias, porque por dos veces deslizó en él el supuesto de un estado primitivo natural de inocencia perfecta, considera abundantemente justificada la bondad natural de la humanidad.
Y todavía es más escandaloso el modo de promulgación del segundo falso dogma acerca de la condición humana en el nacimiento. En el capitulo I de su Contrato social, y desde su primera línea — a porque no tiene sobre sí ninguna otra — Rousseau exige la plena sumisión de la razón a lo que en ella va estampado. "El hombre ha nacido libre — pregona — y, sin embargo, por todas partes se encuentra encadenado!" Y no vuelve más sobre esta proposición. Ni define la libertad, ni explica lo que entiende por nacimiento libre, ni desentraña el sentido del supuesto encadenamiento. Un dogma pleno, total, absoluto, es el punto de partida de la Revolución. Hay que echarla en rostro, siquiera sea una vez, que es una burda, criminal y sacrilega parodia religiosa y un fraude cauteloso de la razón. Exige e impone una fe, porque exige e impone principios que siendo de orden natural e inducibles de hechos que a millares pueden ser observados, ni son probados por el raciocinio, ni son arrancados a la Naturaleza por el método experimental. Ni argumentación ni observación; aceptación. La sabiduría sustituida con la creencia. ¿Hubo exceso en ver en la Revolución parodia religiosa de una parte y fraude de la razón de otra? Si la Religión exige el acto de la voluntad de aceptación de lo que la razón no alcanza ¿ no hay exigencia análoga por parte de la Revolución, aunque privada para su daño de todo motivo de credibilidad que engendra el movimiento de obsequio en el orden volitivo ? Si la Revolución ha divinizado la razón, ¿ cómo debe denominarse la substracción a su examen de uno sólo de los principios en que descanse su doctrina?
La Revolución no; la Revolución realiza el milagro de generar incansable cosas nuevas, en plena inmutabilidad doctrinal. Lo que sus hierofantes afirman, eso es la verdad. Una inspiración bastante menos comprensible que la divina les asiste, evitando que caigan en el error; más aún, haciéndoles concebir, primero, y pronunciar después, lo que con anterioridad desconocían por completo. Hay un misticismo revolucionario que provocaría carcajadas si no estuviese destinado a arrancar lágrimas.
Así se explica que Rousseau siente sus falsos dogmas acerca de la condición de la humana naturaleza y de la del nacimiento del hombre sin el menor empacho de justificación. Todos los antecedentes que establece para sacar la consecuencia de la bondad natural del hombre e, son mas aún que una novela, un delirio imaginativo. "¿Por qué sólo el hombre — se pregunta — es susceptible de convertirse en imbécil?. ¿No es porque vuelve así o su estado primitivo y porque en tanto la bestia, que nada ha adquirido y que nada tiene que perder, permanece siempre con su instinto, el hombre, perdiendo por la vejez o por otros accidentes todo lo que su perfectibilidad le ha proporcionado cae más bajo que el animal mismo? Triste sería para nosotros vemos obligados a reconocer que esta facultad distintiva y casi ilimitada, es la fuente de todas las desdichas del hombre; que ella es quien le saca a fuerza de tiempo de su condición original, en la cual pasaba tranquilos e inocentes sus días; que ella, produciendo con los siglos sus luces y sus errores, sus vicios y virtudes, le hace al cabo tirano de sí mesmo y de la naturaleza." (Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres.)
Y a continuación de ese tejido de incongruencias, porque por dos veces deslizó en él el supuesto de un estado primitivo natural de inocencia perfecta, considera abundantemente justificada la bondad natural de la humanidad.
Y todavía es más escandaloso el modo de promulgación del segundo falso dogma acerca de la condición humana en el nacimiento. En el capitulo I de su Contrato social, y desde su primera línea — a porque no tiene sobre sí ninguna otra — Rousseau exige la plena sumisión de la razón a lo que en ella va estampado. "El hombre ha nacido libre — pregona — y, sin embargo, por todas partes se encuentra encadenado!" Y no vuelve más sobre esta proposición. Ni define la libertad, ni explica lo que entiende por nacimiento libre, ni desentraña el sentido del supuesto encadenamiento. Un dogma pleno, total, absoluto, es el punto de partida de la Revolución. Hay que echarla en rostro, siquiera sea una vez, que es una burda, criminal y sacrilega parodia religiosa y un fraude cauteloso de la razón. Exige e impone una fe, porque exige e impone principios que siendo de orden natural e inducibles de hechos que a millares pueden ser observados, ni son probados por el raciocinio, ni son arrancados a la Naturaleza por el método experimental. Ni argumentación ni observación; aceptación. La sabiduría sustituida con la creencia. ¿Hubo exceso en ver en la Revolución parodia religiosa de una parte y fraude de la razón de otra? Si la Religión exige el acto de la voluntad de aceptación de lo que la razón no alcanza ¿ no hay exigencia análoga por parte de la Revolución, aunque privada para su daño de todo motivo de credibilidad que engendra el movimiento de obsequio en el orden volitivo ? Si la Revolución ha divinizado la razón, ¿ cómo debe denominarse la substracción a su examen de uno sólo de los principios en que descanse su doctrina?
* * *
Si el hombre, por su naturaleza, está limpio de toda viciosa inclinación, y el mal que en él puede observarse viénele de la sociedad, una doble consecuencia se impone con la fuerza de las más claras evidencias. Lo que en el hombre haya de natural es bueno ; lo que de su naturaleza primitiva emane, bueno también. La sociedad es enemiga del individuo — su mayor enemigo además, pues no cabe recibir mayor daño que el de la pérdida de la bondad primitiva — y, por lo tanto, el estado de relación entre una y otro no puede ser m&s que de lucha latente, de perpetuo recelo.
¿Qué decir de la primera consecuencia? Si lo que en el hombre hay de natural es bueno y raíz de lo bueno, no cabe calificar de malo ningún movimiento pasional. Y la educación humana no' habrá de tener otra finalidad que favorecer el desarrollo de toda pasión y destruir en el individuo cuanto en él haya de adquirido, precisamente para refrenala. La subversión ideológica no puede ser más acabada; la léxica más completa. Acostumbrados a una Moral y a un lenguaje tradicionales nos sonará a cosa ininteligible lo que escuchemos sobre la materia a Juan Jacobo Rousseau y a los pueblos formados por su doctrina. Para uno y otros la mayor aberración se cataloga entre las virtudes; los elementos de represión del vicio y del crimen se califican de opresores. Ese sentimentalismo morboso que se enternece ante los delincuentes y no ante sus víctimas; que maldice de las medidas restrictivas de la libertad con que a los primeros se oponen prevenciones o se hace purgar, en lo que cabe, sus desmanes, y no tiene la más pequeña condenación ante las angustias en que las últimas se debatieron; que siempre encuentra motivos de justificación o de amplia atenuación en las violaciones del Derecho y reprocha a quienes en defensa del que les asiste usan de la fuerza; lo hemos conocido todos campear en el libro, en la prensa, en el teatro y en la oratoria. De el es modelo acabado este párrafo de Rousseau extraído de sus Confesiones, entre otros mil de análogo linaje, aunque más escandalosos: «Mis preces eran puras, y, por lo tanto, dignas de ser escuchadas; pedía para mí y para aquélla (su amante), de quien en mis aspiraciones jamás me separaba, una vida inocente y tranquila, exenta de vicio, de dolores, de penosas necesidades ; la muerte de los justos y su suerte en la posteridad».
Y nótese que para Juan Jacobo Rousseau, como para la Moral cristiana, hay inocencia y vicio; reprobos y justos; muertes de condenación y de salvación. El falso dogma no facilita —como casi ninguna — su aceptación por los hombres, negando pura y simplemente lo que en la ortodoxia puede haber de dificultad para su comprensión. Unicamente a la dificultad se la traslada, y, en definitiva, se la agranda. Si queda inexplicado o incompletamente explicado en la Moral cristiana por qué actos determinados del hombre merecen el calificativo de viciosos, totalmente inexplicado queda en la doctrina rousseauniana, por qué esos mismos actos son para ella virtuosos. Cuando la pedantería incomunicable de los que a sí mismos se llaman intelectuales, hacía un mohín de desgana despreciativa ante el dogma del pecado original proclamado por la Iglesia Católica como fundamento, no sólo de los demás de su cuerpo de doctrina, sino también de cualquiera manifestación, ya social, ya individual, del hombre, ignoraba por las trazas que previamente había adoptado otro que pudiéramos llamar el contradogma de la caída de la naturaleza humana.
Porque la frase transcrita de Rousseau, al confesar la existencia en ella de dolores y penosas necesidades, al reconocer que es fuente de actos viciosos, no obstante su bondad natural declarada, conduce derechamente a solicitar la explicación de cómo una naturaleza originariamente buena, engendra el vicio sin su previa corrupción. Los intelectuales no se han preocupado jamás de darla; menos aún, no han experimentado nunca en sus espíritus la más vaga sospecha de que no se podía pasar adelante sin esa previa elucidación. Con reirse del dogma del pecado original como de un cuento de brujas, se imaginaban que su contradogma, que siendo contrario, estaba tan necesitado, por lo menos, como aquél, de esclarecimiento, ya no lo necesitaba. Y así, un siglo, el XVIII, y luego otro siglo, el XIX, sin que la humanidad advirtiese el escamoteo de que era víctima.
Ni la desentumeció la cosecha de frutos que no se hizo esperar, ni su propia experiencia puesta de resalto en la antigüedad por paganos y cristianos, ni la constancia con que ante las burlas, más aún que ante las brutales acometidas, era mantenida su doctrina por la Iglesia. Los idilios anunciados por Juan Jacobo Rousseau terminaron en bafios sangrientos: la voz del poeta de paganía seguía despertando ecos misteriosos en cada individuo al sentir invariablemente que lo mejor era perfectamente visto y aprobado, pero que lo peor era lo aceptado y seguido; el Apóstol predicaba sin cesar que el hombre no hace el bien que quiere, antes bien, el mal que no quiere, y lo seguía experimentando; y la Iglesia Católica, imperturbable, inmutable, no dejaba de hacer piedra angular de su divina economía la existencia del pecado original y su transmisión desde él primero al último ser humano.
Y los hechos mil veces confirmados que los forjadores de los falsos dogmas tantas preterían tenían su explicación - la posible explicación - en el verdadero, cuya integridad era mantenida. Y obsérvese la conducta de la Iglesia ante la de los heterodoxos presumidos. Estos, de la tragedia de que el hombre es víctima ponen la causa en la sociedad, sin demostramos — ni intentar la menor apariencia de demostración! — que a la naturaleza social compete inexorablemente producir el mal; aquélla, pudiendo excusar explicaciones en razón al carácter sobrenatural — por definición — del dogma, se esfuerza en hacemos comprender su sentido y, sobre todo, en mostramos la claridad con que las cosas se perciben una vez aceptado.
¿Qué decir de la primera consecuencia? Si lo que en el hombre hay de natural es bueno y raíz de lo bueno, no cabe calificar de malo ningún movimiento pasional. Y la educación humana no' habrá de tener otra finalidad que favorecer el desarrollo de toda pasión y destruir en el individuo cuanto en él haya de adquirido, precisamente para refrenala. La subversión ideológica no puede ser más acabada; la léxica más completa. Acostumbrados a una Moral y a un lenguaje tradicionales nos sonará a cosa ininteligible lo que escuchemos sobre la materia a Juan Jacobo Rousseau y a los pueblos formados por su doctrina. Para uno y otros la mayor aberración se cataloga entre las virtudes; los elementos de represión del vicio y del crimen se califican de opresores. Ese sentimentalismo morboso que se enternece ante los delincuentes y no ante sus víctimas; que maldice de las medidas restrictivas de la libertad con que a los primeros se oponen prevenciones o se hace purgar, en lo que cabe, sus desmanes, y no tiene la más pequeña condenación ante las angustias en que las últimas se debatieron; que siempre encuentra motivos de justificación o de amplia atenuación en las violaciones del Derecho y reprocha a quienes en defensa del que les asiste usan de la fuerza; lo hemos conocido todos campear en el libro, en la prensa, en el teatro y en la oratoria. De el es modelo acabado este párrafo de Rousseau extraído de sus Confesiones, entre otros mil de análogo linaje, aunque más escandalosos: «Mis preces eran puras, y, por lo tanto, dignas de ser escuchadas; pedía para mí y para aquélla (su amante), de quien en mis aspiraciones jamás me separaba, una vida inocente y tranquila, exenta de vicio, de dolores, de penosas necesidades ; la muerte de los justos y su suerte en la posteridad».
Y nótese que para Juan Jacobo Rousseau, como para la Moral cristiana, hay inocencia y vicio; reprobos y justos; muertes de condenación y de salvación. El falso dogma no facilita —como casi ninguna — su aceptación por los hombres, negando pura y simplemente lo que en la ortodoxia puede haber de dificultad para su comprensión. Unicamente a la dificultad se la traslada, y, en definitiva, se la agranda. Si queda inexplicado o incompletamente explicado en la Moral cristiana por qué actos determinados del hombre merecen el calificativo de viciosos, totalmente inexplicado queda en la doctrina rousseauniana, por qué esos mismos actos son para ella virtuosos. Cuando la pedantería incomunicable de los que a sí mismos se llaman intelectuales, hacía un mohín de desgana despreciativa ante el dogma del pecado original proclamado por la Iglesia Católica como fundamento, no sólo de los demás de su cuerpo de doctrina, sino también de cualquiera manifestación, ya social, ya individual, del hombre, ignoraba por las trazas que previamente había adoptado otro que pudiéramos llamar el contradogma de la caída de la naturaleza humana.
Porque la frase transcrita de Rousseau, al confesar la existencia en ella de dolores y penosas necesidades, al reconocer que es fuente de actos viciosos, no obstante su bondad natural declarada, conduce derechamente a solicitar la explicación de cómo una naturaleza originariamente buena, engendra el vicio sin su previa corrupción. Los intelectuales no se han preocupado jamás de darla; menos aún, no han experimentado nunca en sus espíritus la más vaga sospecha de que no se podía pasar adelante sin esa previa elucidación. Con reirse del dogma del pecado original como de un cuento de brujas, se imaginaban que su contradogma, que siendo contrario, estaba tan necesitado, por lo menos, como aquél, de esclarecimiento, ya no lo necesitaba. Y así, un siglo, el XVIII, y luego otro siglo, el XIX, sin que la humanidad advirtiese el escamoteo de que era víctima.
Ni la desentumeció la cosecha de frutos que no se hizo esperar, ni su propia experiencia puesta de resalto en la antigüedad por paganos y cristianos, ni la constancia con que ante las burlas, más aún que ante las brutales acometidas, era mantenida su doctrina por la Iglesia. Los idilios anunciados por Juan Jacobo Rousseau terminaron en bafios sangrientos: la voz del poeta de paganía seguía despertando ecos misteriosos en cada individuo al sentir invariablemente que lo mejor era perfectamente visto y aprobado, pero que lo peor era lo aceptado y seguido; el Apóstol predicaba sin cesar que el hombre no hace el bien que quiere, antes bien, el mal que no quiere, y lo seguía experimentando; y la Iglesia Católica, imperturbable, inmutable, no dejaba de hacer piedra angular de su divina economía la existencia del pecado original y su transmisión desde él primero al último ser humano.
Y los hechos mil veces confirmados que los forjadores de los falsos dogmas tantas preterían tenían su explicación - la posible explicación - en el verdadero, cuya integridad era mantenida. Y obsérvese la conducta de la Iglesia ante la de los heterodoxos presumidos. Estos, de la tragedia de que el hombre es víctima ponen la causa en la sociedad, sin demostramos — ni intentar la menor apariencia de demostración! — que a la naturaleza social compete inexorablemente producir el mal; aquélla, pudiendo excusar explicaciones en razón al carácter sobrenatural — por definición — del dogma, se esfuerza en hacemos comprender su sentido y, sobre todo, en mostramos la claridad con que las cosas se perciben una vez aceptado.
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¿Por qué la sociedad — siendo el hombre naturalmente recto — ha de ser la fuente del mal? ¿Por qué — en el supuesto — el mal por la sociedad segregado había de penetrar en el hombre? Es inútil malgastar el tiempo en buscar contestación a estas dos preguntas, que sólo la imbecilidad heterodoxa no habrá de formulárselas ante la exposición del falso dogma. He ahí, lector, al hombre, a la sociedad y a una condición que llamamos el mal, sobre las mesas de los laboratorios de los sabios sin Dios o mejor contra Dios. Como el mal no es substancia que en sí misma puede ser apreciada, debe radicar o en el hombre o en la sociedad. Los sabios, por propia autoridad, dogmáticamente, irresistiblemente, amenazando
con la tremenda sanción del ridículo a los pobres diablos que no aceptasen sus decisiones, resuelven que el mal es elaborado por la sociedad como la víbora elabora naturalmente el veneno o la abeja la miel; y que, fatalmente, inexorablemente, ese mal por la sociedad elaborado se comunica al hombre. ¿Por qué?... Los sabios sin Dios o contra Dios, a partir de su digno precursor Rousseau, se hacen los sordos ante esta obvia interrogación. ¿Dónde está la prueba — una siquiera — racional o experimental que lleve a nuestro ánimo el convencimiento de que es cierta aquella elaboración? ¿Dónde los caminos, canales o conductos por los que el mal se vierte desde la sociedad en el corazón del hombre?
Miseria de la Ciencia heterodoxa; de esa Ciencia que tanta víctima ha causado, tan sólo porque ha sabido explotar la debilidad o la cobardía humanas! En sus archivos no se encontrará ficha alguna en que figuren escritas las respuestas a esos dos requerimientos de la natural curiosidad humana. En sus archivos no se encuentran más que los innumerables procedimientos con los que ha conseguido que el mundo doble la frente ante ese monumento de bochornosa incongruencia y de ignorante maldad, levantado tan sólo con el propósito de arruinar el dogma fundamental del Cristianismo y con él al Cristianismo entero.
El cual, hoy como ayer, dos mil años hace, como pasados dos mil anos, nos predica la eterna verdad. Si; lo que d poeta pagano observó en si mismo y manifestó con espléndido ropaje al decir: Video meliora, proboque, deteriora sequor; lo que a San Pablo torturaba al percibir que "no hacemos el bien que queremos; antes bien, el mal que no queremos", es una triste verdad.
Por ello es sombrío el dogma del pecado original, pero provechoso como todas las verdades. No sólo es inútil, es criminal — la Historia lo confirma con sus páginas ensangrentadas — forjarse falsas bellezas acerca de la condición humana, ya que aceptadas por la vanidad, la conducta a ellas se adaptará, y a la falsedad del modelo corresponderá la desviación de todo orden — material y moral — en la acción; y el hombre, en definitiva, adorando espejismos que a primera vista eran inocentes, será cogido por la catástrofe a la que habrá conducido con sus actos a sus semejantes.
El mal está en el hombre, radica en el hombre. ¿Cómo es posible que la naturaleza humana elabore lo que parece contrariar a toda naturaleza? ¿Cómo sobre todo, los creyentes en un Dios perfecto, justo, omnipotente, omnisciente, pueden atribuirle una criatura imperfecta, manchada por malas inclinaciones, que parecen denunciar limitación de poder y falta de ciencia? El Cristianismo no es como la Ciencia heterodoxa, forjador de falsos dogmas. El Cristianismo contesta a las preguntas. La fe que impone a la criatura no es esa irracional y salvaje que los intelectuales reclaman de sus adoctrinados. La fe cristiana es — como más arriba se apuntó — un obsequio racional.
El hombre no salió de las manos de Dios en su actual estado de imperfección. Siendo un ser compuesto de espíritu y materia — enlace, por lo tanto, de los dos mundos, espiritual y material - habrá en el, naturalmente, inclinaciones opuestas. Por ello Dios le dotó de un don sobrenatural merced al cual todas las potencias de su espíritu habían de hallarse sujetas a la razón; y el cuerpo, con sus inclinaciones hacia la materia, al alma. Ese don, manantial de la armonía en el compuesto humano, que no correspondía naturalmente a sus componentes, y que por eso fué de condición sobrenatural, se llamó la justicia original. El hombre, pues, al salir de las manos de Dios era bueno.
Pero, en la plenitud de su libertad, pecó. Quiso ser como Dios, que lo creara; como Dios, que le había dado su naturaleza ; como Dios, que le había dotado de aquella cualidad sobrenatural, fuente interna de la armonía de sus movimientos. Su acto de soberbia postulaba una sanción y arrastraba una pérdida. Esta fué la de la justicia original, que ya no nos sería transmitida. Por eso en el hombre hoy lo inferior se rebela contra lo superior, la materia contra el espíritu, las potencias contra la razón. Por eso el hombre padece y muere, volviendo a la debilidad de su naturaleza de que le había substraído su sobreñaturaleza. Por eso, en fin, el hombre siente inclinación al mal, y el origen del mal está en él, y él es el que comunica el mal en derredor suyo.
Y así tiene sentido lo que hemos visto que con la doctrina rousseauniana carece de él. La realidad da al dogma el contraste de verdad que la razón por sí misma no percibe en sus términos, aun cuando en ellos no haya nada que la repugne. Así pueden y deben calificarse de malos determinados movimientos pasionales, y en consecuencia ser reprimidos y sojuzgados. Así la educación no consistirá en fomentar el desarrollo de todo lo natural, sino el de las inclinaciones buenas que al hombree le han quedado después de su caída. Así no brotará en los espíritus el sentimentalismo morboso, que es su reacción enfermiza ante el mal que se causa a los criminales con motivo de actos que por ser naturales deberían ser considerados como buenos; ni cabe maldecir de medidas restrictivas de la libertad con que la sociedad previene, o en su caso hace purgar en lo posible, los desmanes; ni se justifican o por lo menos se atenúan las violaciones del Derecho. Y esto es absolutamente irrebatible. El dogma verdadero, el del pecado original, el que afirma hallarse dañada la naturaleza humana, incomprensible en sí mismo — cabalmente porque es dogma — todo lo explica. El falso dogma, que por ser del orden racional debía ser comprendido y comprobado, es un tejido de incongruencias, y en derredor suyo extiende la oscuridad de la confusión.
¿Se percatará, por fin, el siglo XX de la traición incalificable perpetrada en daño de sus antecesores por los intelectuales heterodoxos hinchados de pedantería?
con la tremenda sanción del ridículo a los pobres diablos que no aceptasen sus decisiones, resuelven que el mal es elaborado por la sociedad como la víbora elabora naturalmente el veneno o la abeja la miel; y que, fatalmente, inexorablemente, ese mal por la sociedad elaborado se comunica al hombre. ¿Por qué?... Los sabios sin Dios o contra Dios, a partir de su digno precursor Rousseau, se hacen los sordos ante esta obvia interrogación. ¿Dónde está la prueba — una siquiera — racional o experimental que lleve a nuestro ánimo el convencimiento de que es cierta aquella elaboración? ¿Dónde los caminos, canales o conductos por los que el mal se vierte desde la sociedad en el corazón del hombre?
Miseria de la Ciencia heterodoxa; de esa Ciencia que tanta víctima ha causado, tan sólo porque ha sabido explotar la debilidad o la cobardía humanas! En sus archivos no se encontrará ficha alguna en que figuren escritas las respuestas a esos dos requerimientos de la natural curiosidad humana. En sus archivos no se encuentran más que los innumerables procedimientos con los que ha conseguido que el mundo doble la frente ante ese monumento de bochornosa incongruencia y de ignorante maldad, levantado tan sólo con el propósito de arruinar el dogma fundamental del Cristianismo y con él al Cristianismo entero.
El cual, hoy como ayer, dos mil años hace, como pasados dos mil anos, nos predica la eterna verdad. Si; lo que d poeta pagano observó en si mismo y manifestó con espléndido ropaje al decir: Video meliora, proboque, deteriora sequor; lo que a San Pablo torturaba al percibir que "no hacemos el bien que queremos; antes bien, el mal que no queremos", es una triste verdad.
Por ello es sombrío el dogma del pecado original, pero provechoso como todas las verdades. No sólo es inútil, es criminal — la Historia lo confirma con sus páginas ensangrentadas — forjarse falsas bellezas acerca de la condición humana, ya que aceptadas por la vanidad, la conducta a ellas se adaptará, y a la falsedad del modelo corresponderá la desviación de todo orden — material y moral — en la acción; y el hombre, en definitiva, adorando espejismos que a primera vista eran inocentes, será cogido por la catástrofe a la que habrá conducido con sus actos a sus semejantes.
El mal está en el hombre, radica en el hombre. ¿Cómo es posible que la naturaleza humana elabore lo que parece contrariar a toda naturaleza? ¿Cómo sobre todo, los creyentes en un Dios perfecto, justo, omnipotente, omnisciente, pueden atribuirle una criatura imperfecta, manchada por malas inclinaciones, que parecen denunciar limitación de poder y falta de ciencia? El Cristianismo no es como la Ciencia heterodoxa, forjador de falsos dogmas. El Cristianismo contesta a las preguntas. La fe que impone a la criatura no es esa irracional y salvaje que los intelectuales reclaman de sus adoctrinados. La fe cristiana es — como más arriba se apuntó — un obsequio racional.
El hombre no salió de las manos de Dios en su actual estado de imperfección. Siendo un ser compuesto de espíritu y materia — enlace, por lo tanto, de los dos mundos, espiritual y material - habrá en el, naturalmente, inclinaciones opuestas. Por ello Dios le dotó de un don sobrenatural merced al cual todas las potencias de su espíritu habían de hallarse sujetas a la razón; y el cuerpo, con sus inclinaciones hacia la materia, al alma. Ese don, manantial de la armonía en el compuesto humano, que no correspondía naturalmente a sus componentes, y que por eso fué de condición sobrenatural, se llamó la justicia original. El hombre, pues, al salir de las manos de Dios era bueno.
Pero, en la plenitud de su libertad, pecó. Quiso ser como Dios, que lo creara; como Dios, que le había dado su naturaleza ; como Dios, que le había dotado de aquella cualidad sobrenatural, fuente interna de la armonía de sus movimientos. Su acto de soberbia postulaba una sanción y arrastraba una pérdida. Esta fué la de la justicia original, que ya no nos sería transmitida. Por eso en el hombre hoy lo inferior se rebela contra lo superior, la materia contra el espíritu, las potencias contra la razón. Por eso el hombre padece y muere, volviendo a la debilidad de su naturaleza de que le había substraído su sobreñaturaleza. Por eso, en fin, el hombre siente inclinación al mal, y el origen del mal está en él, y él es el que comunica el mal en derredor suyo.
Y así tiene sentido lo que hemos visto que con la doctrina rousseauniana carece de él. La realidad da al dogma el contraste de verdad que la razón por sí misma no percibe en sus términos, aun cuando en ellos no haya nada que la repugne. Así pueden y deben calificarse de malos determinados movimientos pasionales, y en consecuencia ser reprimidos y sojuzgados. Así la educación no consistirá en fomentar el desarrollo de todo lo natural, sino el de las inclinaciones buenas que al hombree le han quedado después de su caída. Así no brotará en los espíritus el sentimentalismo morboso, que es su reacción enfermiza ante el mal que se causa a los criminales con motivo de actos que por ser naturales deberían ser considerados como buenos; ni cabe maldecir de medidas restrictivas de la libertad con que la sociedad previene, o en su caso hace purgar en lo posible, los desmanes; ni se justifican o por lo menos se atenúan las violaciones del Derecho. Y esto es absolutamente irrebatible. El dogma verdadero, el del pecado original, el que afirma hallarse dañada la naturaleza humana, incomprensible en sí mismo — cabalmente porque es dogma — todo lo explica. El falso dogma, que por ser del orden racional debía ser comprendido y comprobado, es un tejido de incongruencias, y en derredor suyo extiende la oscuridad de la confusión.
¿Se percatará, por fin, el siglo XX de la traición incalificable perpetrada en daño de sus antecesores por los intelectuales heterodoxos hinchados de pedantería?
* * *
Si en la sociedad se hallase el origen del mal de. que el hombre fuera víctima inocente, la sociedad, evidentemente, sería su mayor enemigo. No se comprendería en tal supuesto cómo el hombre la creó — ya veremos que otro falso dogma lo supone — ni cómo una vez creada no la ha destruido al recoger los ponzoñosos frutos de su obra. Pero el examen de esta inenarrable incongruencia, tantas veces oída de labios de los intelectuales que con toda seriedad la propalan, no es de este momento. Ya le llegará su hora.
Hoy hemos de limitamos a decir que si la sociedad es enemiga del hombre, instintivamente la actitud de éste respecto de aquélla, debe ser de lucha latente, de perpetuo recelo. Y no hay que aportar muchos testimonios de hecho para probar que esa disociadora conclusión se halla en las entrañas del falso dogma, que con desprestigio de la inteligencia humana, y para vergüenza de la humanidad — lo hemos apreciado a posteriori — tanto tiempo ha llevado vestiduras regias y ha recibido su rendido acatamiento. Todavía en el actual, cuando el falso dogma yace destronado, la huella que en los espíritus dejó grabada no se ha desvanecido. Todavía resuenan en nuestros oídos las torpes patrañas acerca de la difícil convivencia de la libertad — excelsa cualidad humana — y la autoridad — condición esencial de toda sociedad.
Y es claro que aceptadas, el término del supuesto no tardarla en alcanzarse. O la libertad humana habría de desaparecer ante la autoridad social, o ésta perecería para el esfuerzo de la huma- nidad para emanciparse. Y que las gentes vean sin brumas la gravedad de la traición de los guias de su pensamiento al proponer a su adoración los falsos dogmas. Probablemente, sin darse cabal cuenta de su contenido, las han arrastrado a enfrentarse con una de estas dos soluciones igualmente bárbaras: o la dictadura del proletariado (la libertad degollada en los altares de una autoridad tal como la concebía Rousseau, según veremos), o el anarquismo (la autoridad aniquilada por la libertad según aquel pseudofilósofo la imaginaba). Y ello ofreciendo como fruto de sus delirios malhadados la paz, el progreso, la convivencia fácil y dulce, la cultura, la riqueza.
Y en menor grado es consecuencia nefanda de su falso dogma la orientación arraigada en las sociedades modernas, por la que la autoridad ha de ser enervada, hostigada, fiscalizada agriamente, paralizada en el ejercicio de sus funciones propias, sin cualidad especial en el fiscal para el de la suya tan delicada, y la libertad individual alcanza categoría de fin social.
Ya veremos, sin que nada empañe nuestra visión, cómo las derivaciones del falso dogma confirman plenamente estas primeras peixepciones de la razón. Por ahora, con lo dicho hay bastante para abarcar en conjunto el magno problema.
Lacerante desilusión!... Se ve, se vuelve a ver; y no se cree. Los intelectuales de la Revolución, que no son católicos porque a su juicio — menguado e irracional como acaba de apreciarse — el dogma del pecado original es una burda paparrucha propia de civilizaciones retrasadas; los adoradores del progreso; los sacerdotes de la Ciencia, repudian juntamente Ciencia y Progreso. Fíjese bien el lector en dos de los párrafos de Rousseau, anteriormente transcritos: "¿Qué puede, pues, haberte pervertido (al hombre) — dice en et primero de ellos — sino los cambios ocurridos en su constitución, los progresos que ha realizado y los conocimientos que ha adquirido?" Y en el otro: "Triste sería para nosotros vernos obligados a reconocer que esta facultad distintiva y casi ilimitada (la perfectibilidad) es la fuente de todas las desdichas del hombre; que ella es quien le saca a fuerza de tiempo de su condición original, en la cual pasaba tranquilos e inocentes sus dias."
¿Tendrán todavía los sicofantes de la Revolución, después de haber abominado esta tan solemnemente del Progreso y de la Ciencia, la audacia griega de motejar a los católicos de retrógrados?
VÍCTOR PRADERA
Hoy hemos de limitamos a decir que si la sociedad es enemiga del hombre, instintivamente la actitud de éste respecto de aquélla, debe ser de lucha latente, de perpetuo recelo. Y no hay que aportar muchos testimonios de hecho para probar que esa disociadora conclusión se halla en las entrañas del falso dogma, que con desprestigio de la inteligencia humana, y para vergüenza de la humanidad — lo hemos apreciado a posteriori — tanto tiempo ha llevado vestiduras regias y ha recibido su rendido acatamiento. Todavía en el actual, cuando el falso dogma yace destronado, la huella que en los espíritus dejó grabada no se ha desvanecido. Todavía resuenan en nuestros oídos las torpes patrañas acerca de la difícil convivencia de la libertad — excelsa cualidad humana — y la autoridad — condición esencial de toda sociedad.
Y es claro que aceptadas, el término del supuesto no tardarla en alcanzarse. O la libertad humana habría de desaparecer ante la autoridad social, o ésta perecería para el esfuerzo de la huma- nidad para emanciparse. Y que las gentes vean sin brumas la gravedad de la traición de los guias de su pensamiento al proponer a su adoración los falsos dogmas. Probablemente, sin darse cabal cuenta de su contenido, las han arrastrado a enfrentarse con una de estas dos soluciones igualmente bárbaras: o la dictadura del proletariado (la libertad degollada en los altares de una autoridad tal como la concebía Rousseau, según veremos), o el anarquismo (la autoridad aniquilada por la libertad según aquel pseudofilósofo la imaginaba). Y ello ofreciendo como fruto de sus delirios malhadados la paz, el progreso, la convivencia fácil y dulce, la cultura, la riqueza.
Y en menor grado es consecuencia nefanda de su falso dogma la orientación arraigada en las sociedades modernas, por la que la autoridad ha de ser enervada, hostigada, fiscalizada agriamente, paralizada en el ejercicio de sus funciones propias, sin cualidad especial en el fiscal para el de la suya tan delicada, y la libertad individual alcanza categoría de fin social.
Ya veremos, sin que nada empañe nuestra visión, cómo las derivaciones del falso dogma confirman plenamente estas primeras peixepciones de la razón. Por ahora, con lo dicho hay bastante para abarcar en conjunto el magno problema.
Lacerante desilusión!... Se ve, se vuelve a ver; y no se cree. Los intelectuales de la Revolución, que no son católicos porque a su juicio — menguado e irracional como acaba de apreciarse — el dogma del pecado original es una burda paparrucha propia de civilizaciones retrasadas; los adoradores del progreso; los sacerdotes de la Ciencia, repudian juntamente Ciencia y Progreso. Fíjese bien el lector en dos de los párrafos de Rousseau, anteriormente transcritos: "¿Qué puede, pues, haberte pervertido (al hombre) — dice en et primero de ellos — sino los cambios ocurridos en su constitución, los progresos que ha realizado y los conocimientos que ha adquirido?" Y en el otro: "Triste sería para nosotros vernos obligados a reconocer que esta facultad distintiva y casi ilimitada (la perfectibilidad) es la fuente de todas las desdichas del hombre; que ella es quien le saca a fuerza de tiempo de su condición original, en la cual pasaba tranquilos e inocentes sus dias."
¿Tendrán todavía los sicofantes de la Revolución, después de haber abominado esta tan solemnemente del Progreso y de la Ciencia, la audacia griega de motejar a los católicos de retrógrados?
VÍCTOR PRADERA